Una de las características de nuestra época reside en la notoria incapacidad de pensar la muerte. La muerte, monopolizada por las ciencias biológicas y su actual paradigma imperante, resulta casi un "tabú" para el pensamiento contemporáneo. Muerte: fin de la vida, a lo sumo posibilidad mediante la fe de un "acceso al más allá...". En ambos casos, la muerte es eludida.
No siempre fue así. En unos magníficos pasajes George Duby nos habla de un mundo en donde los difuntos no solamente no estaban ausentes sino que inclusive formaban parte de la vida terrenal.
"Lo político y lo social se conciben así como proyecciones de un orden inmanente: a los eclesiásticos les toca la misión fundamental de establecer ritualmente los nexos entre el mundo de los reyes, caballeros y campesinos; y el de los ángeles. Pero, por la misma profunda razón, existen también relaciones constantes entre el país de los muertos y el de los vivos. Los difuntos viven, en efecto, lanzan llamadas: y hay que estar atento a escucharlas. Precisamente en el Año Mil, la Iglesia de Occidente acoge por fín antiquísimas creencias en la presencia de los muertos, en su supervivencia, invisible, pero sin embargo poco diferente de la existencia carnal. Ellos habitan un espacio impreciso entre la tierra y la ciudad divina. Ahí esperan, de sus amigos y parientes, socorros, algún servicio, oraciones, gestos litúrgicos capaces de aliviar sus penas." George Duby, El Año Mil, Una interpretación diferente del milenarismo, Editorial Gedisa, p. 58.
Los que se mueren son siempre los otros..
ResponderEliminarLali