Arribamos hace unas horas. La salida de la costa, del plácido y apacible lugar donde estuvimos. árboles, arbustos, calles de arena, desiertas, poca gente.
La salida a la ruta, el viaje. El regreso: la entrada a la ciudad, previo paso por la autopista Buenos Aires - La Plata (o Mar del Plata); los peajes, las casuchas, ranchos, villorios. Paisaje inexplicable para nuestros tiempos.
Luego el riachuelo, la ciudad: inmensa, ruidosa, gris... Es lo que siento cada vez que regreso de afuera, de la playa, de algún campo o de las sierras. Me vienen a la mente las crudas frases de Ezequiel Martinez Estrada, de su admirable texto "La cabeza de Goliat".
Transcribo las mismas. No es que siempre considere que la ciudad sea así. Pero ahora medito, y evoco estas palabras:
En la trampa:
A través de la ventana observo el frente de las casas más allá de la plaza, con sus ventanas cerradas. No puedo evitar la idea pertinaz de que se trata de celdas, con aberturas por donde entran el aire y la luz; y sale, como la mía, la mirada del morador. Se trata de celdas y de prisioneros. Me es fácil pensar que todos estamos presos, aunque el guardián haya desaparecido hace años o siglos. Nos encerró a todos y se fué, o se murió. Hizo la ciudad y nos metió dentro con la consigna de que no nos marchásemos hasta que volviese. Después se olvidó él de venir y nosotros de irnos.
Del libro La cabeza de Goliat, Editorial Nova, Buenos Aires, 1957, p.50.